Regreso del primer viaje II

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Los esclavos que Karfa había traído eran prisioneros de guerra; once de ellos habían sido esclavos desde su infancia, pero los otros dos se negaron a dar cuenta de su condición anterior. Al principio, miraron a Mungo Park con horror e insistieron en preguntarle: ¿Son tus compatriotas caníbales? ¿Qué nos ocurrirá después de cruzar «el agua salada»? Cuando les contestó que se dedicarían a cultivar la tierra, no le creyeron; y uno de ellos, apoyando su mano en el suelo, preguntó: «¿En verdad tenéis tierra como esta donde posar vuestros pies?».

Hay evidencias históricas de que el miedo al canibalismo blanco había existido entre los africanos occidentales y centro-occidentales desde al menos el siglo XVI. Sin embargo, no existe ningún estudio en profundidad sobre hasta qué punto tal creencia puede haber estado basada en hechos. Los traficantes de esclavos eran conscientes de ello y de las consecuencias que podrían tener para la preservar su carga humana; sabían que los africanos asustados podían rebelarse. Tal fue el caso de la rebelión de esclavos en la goleta Amistad, alimentado por el cocinero, un hombre mestizo llamado Celestino, que se burlaba de los africanos haciendo gestos con su cuchillo, pasando el filo de la hoja por su garganta y señalando un barril de carne salada, dando a entender que estaba lleno de cuerpos de africanos que habían realizado un viaje anterior.

Uno de los pocos casos registrados, sin confirmarse por las autoridades de la época, ocurrió en la goleta portuguesa Arrogante. Capturada a finales de noviembre de 1837 por el HMS Snake, frente a las costas de Cuba, poco después de desembarcar, los marineros del Arrogante fueron acusados de masacrar a un hombre africano, cocinar su carne y obligar al resto de los esclavos a bordo a comerla. Además, también fueron acusados de cocinar y comerse ellos mismos el corazón y el hígado del mismo hombre.

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Para Mungo Park, la idea de que los blancos compraban negros para devorarlos era la razón por la que contemplaban con terror el viaje hacia la costa y por la que «los slatees se veían obligados a encadenarlos y vigilarlos». Y es que los trasladaban de cuatro en cuatro, atados por el cuello con una cuerda de tiras de cuero trenzadas y un par de grilletes que unían la pierna derecha de uno con la izquierda de otro. Por la noche, se les colocaba otro par de grilletes en las manos y, a veces, una cadena de hierro ligero alrededor de sus cuellos. A aquellos que mostraban signos de rebeldía, además, se atornillaba uno de sus tobillos a un grueso trozo de madera de unos tres pies de largo. Dormían en dos grandes chozas, donde los esclavos domésticos de Karfa los custodiaban. A pesar de ello, una semana después de su llegada, uno de los esclavos tuvo la habilidad de conseguir un cuchillo pequeño, con el que abrió las anillas de sus grilletes, cortó la cuerda y escapó.

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Todos los bushreen observaron el ayuno con rigor; pero no obligaron a Mungo Park a seguirlo. Sin embargo, por respeto a sus creencias religiosas, ayunó tres días de forma voluntaria, lo que se consideró suficiente para no llamarle cafre. Durante el ayuno todos los slatees de la cáfila se reunían en casa de Karfa, donde el maestro les leía alguna enseñanza religiosa de un gran libro, cuyo autor era un árabe llamado Sheiffa. Por la noche, las mujeres, vestidas de blanco, se reunían y oraban en la mezquita. A Mungo le agradó comprobar que durante todo el Ramadán los negros se comportaron con la mayor mansedumbre y humildad.

Cuando el mes de ayuno estaba por terminar, los bushreen se reunieron en la mezquita para observar la aparición de la luna nueva. Cuando este cuerpo celeste mostró sus afilados cuernos detrás de una nube, fue recibido con aplausos, tambores, disparos de mosquetes y otras señales de regocijo. Karfa dio orden de que todos los miembros de la cáfila se preparasen de inmediato y fijaron el día de partida.

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Llegó el ansiado día de partida. Los slatees y sus esclavos se reunieron ante la casa de Karfa, donde se encontraban los bultos, y asignaron a cada esclavo, ya sin grilletes, una carga. Había veintisiete esclavos para la venta, a los que se unieron cinco en Marrabú y tres más en Bala. Los hombres libres eran catorce, la mayoría con una o dos esposas y varios esclavos domésticos; y el maestro de escuela, de regreso a Malacotta, su lugar de nacimiento, que llevaba con él a ocho escolares ―a Mungo Park le llamó la atención el hecho de que los alumnos se desplazaran allí donde fuera su maestro―. De manera que el número total de miembros de la cáfila sumaba setenta y tres. Entre los hombres libres había seis jillikeas o griots (trovadores), cuyos talentos musicales ejercerían para aliviar la fatiga de los viajeros y dar la bienvenida a los extraños.

Cuando partieron, la mayoría de sus habitantes de Kamalia les siguieron media milla, algunos llorando y otros estrechando la mano de sus parientes. Cuando llegaron a un terreno elevado, los integrantes de la cáfila se sentaron con la cara vuelta hacia el oeste, y la gente del pueblo lo hicieron mirando hacia Kamalia. El maestro de escuela, junto a dos de los principales slatees, colocados entre los dos grupos, pronunció una larga y solemne oración; después, dieron tres vueltas alrededor de la cáfila, haciendo marcas en el suelo con las puntas de sus lanzas y murmurando algún encantamiento. Terminada la ceremonia, la cáfila se puso en marcha.

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Como muchos de los esclavos habían permanecido durante años aherrojados, el esfuerzo de caminar con pesadas cargas sobre la cabeza les provocó contracciones convulsivas en las piernas; no habían avanzado más de una milla cuando se vio necesario sacar a dos de ellos de la cuerda y dejarles caminar más despacio. Durante el trayecto, dos esclavas, una mujer y una niña, pertenecientes a un slatee de Bala, estaban tan fatigadas que no podían seguir el ritmo de la cáfila; fueron severamente azotadas y arrastradas, hasta que ambas se vieron afectadas por vómitos, por lo que se descubrió que habían comido arcilla.

Esta práctica no es infrecuente entre los negros, afirmó Mungo ParK, pero no pudo asegurar si se debía «a un apetito viciado o de una firme intención de destruirse a sí mismos». Se les permitió acostarse en el bosque, y tres personas se quedaron con ellos hasta que descansaron; pero no llegaron a la ciudad hasta pasada la medianoche, tan agotadas que el slatee decidió regresar con ellas a Bala y esperar otra oportunidad.

Hoy en día, se estima que más del 30% de las personas en África, la mayoría mujeres embarazadas y en período de lactancia, comen regularmente suelos arcillosos. En algunos casos, se considera un antojo, pero es la falta total de alimento la que mueve a muchos a combatir la desesperación del hambre en muchas partes del mundo.

En el cuadro de las Meninas, una dama de compañía ofrece a la infanta Margarita una pequeña vasija de arcilla con agua en su interior. Durante aquellos tiempos, la palidez extrema del rostro era un objetivo deseado por las damas de la corte y uno de los medios habituales para conseguirlo era comer barro. Sus orígenes se remontan al siglo XV.

Comer barro se ha vuelto a convertir en una práctica de moda entre algunas famosas de Hollywood para «perder peso y depurarse».

Desde el punto de vista de la salud pública, el consumo de tierra es desaconsejada, ya que, sobre todo en África, el suelo contiene una gran cantidad de metales pesados muy tóxicos, como el plomo o el mercurio.

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Después de partir de Malacotta y de cruzar el río Ba Lee (de la miel), descansaron dos días en un pueblo amurallado llamado Bitingala. Desde allí se dirigieron a Dindiku, una aldea situada al pie de una cadena de montañas, donde hay oro incrustado en cuarzo blanco, que los nativos rompen en pedazos con martillos. En aquel pueblo Mungo Park se encontró con un negro cuyo cabello y piel eran de color blanco, y le pareció que su piel era «cadavérica y antiestética, y los nativos consideraban esta tez (creo que con razón) efecto de una enfermedad».

En algunos países africanos existe la creencia de que los huesos de los albinos tienen propiedades taumatúrgicas y proporcionan suerte, amor y riqueza. Por esta sinrazón, los asesinan o mutilan, para vender partes de sus cuerpos en el mercado negro ―se llegan a pagar decenas de miles de euros―, para usarlas en hechizos, conjuros y pócimas.

El problema es más acuciante en países de África oriental, como Tanzania, Mozambique, Uganda, Malaui, Burundi y RD Congo. Desde el año 2000 a 2014 se registraron 80 asesinatos de albinos en Tanzania. Sin embargo, solo hubo diez condenas por estos crímenes. En Uganda, la cifra fue menor (35), según datos de la ONU.

En otros países sufren discriminación. En los colegios, los maestros no atienden su discapacidad visual, los sientan en la última fila y no pueden leer la pizarra. En el mercado laboral, no se tienen en cuenta para las ofertas de trabajo. Muchos padres no quieren pagar las tasas escolares, porque no ven oportunidades de empleo en un futuro para sus hijos. Algunos les llaman «fantasmas negros de piel blanca».

Debido al aislamiento y los nulos recursos económicos para atender las secuelas de su desorden genético, su esperanza de vida apenas supera los 40 años. La mayoría llega a desarrollar un cáncer de piel por la exposición de su piel al fuerte sol africano.

Hay esfuerzos internacionales, gubernamentales y de ONGs para educar a las comunidades, proteger a las personas albinas y erradicar estas prácticas, pero aún queda mucho por hacer.

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Tres días más tarde llegaron a Baniserile, lugar de nacimiento de uno de los slatees de la cáfila, del que había estado ausente tres años. Sus amigos lo recibieron con grandes muestras de alegría, estrechándole la mano, abrazándolo, cantando y bailando. Tan pronto se sentó sobre una esterilla junto al umbral de la puerta de su casa, una joven le llevó un poco de agua en una calabaza y, arrodillándose ante él, le pidió que se lavara las manos; cuando hubo hecho esto, la muchacha, con lágrimas de alegría brillando en sus ojos, bebió el agua. Era su prometida y aquella era la mayor prueba de fidelidad y afecto que podía ofrecerle. El slatee, que poseía tres esclavos, al enterarse de que su precio en la costa era bajo, ya que había muy poca demanda de esclavos en la costa pues hacía meses que no llegaba ningún barco europeo, decidió quedarse y completar las nupcias con la joven.

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La siguiente parada se hizo en Tambacunda, cuya estancia se alargó cuatro días a causa de un conflicto que afectaba a uno de los slatees de la cáfila y que hubo de resolverse en la asamblea de los principales. Modi Lemina, que así se llamaba el slatee, se había casado con una mujer de este pueblo y habían tenido dos hijos; luego, permaneció ocho años en el país mandinga sin dar señales de vida. Al cabo de tres años ella se casó con otro hombre, con quien tuvo otros dos hijos. Lemina reclamó ahora a su mujer, pero el segundo marido se negó a entregarla, insistiendo en que, «según las leyes de África», cuando un hombre ha estado tres años ausente, su mujer es libre de casarse de nuevo. La asamblea de los principales dictaminó que la esposa eligiera libremente entre volver con su primer marido o continuar con el segundo. A la dama le resultó difícil decidir y pidió tiempo para reflexionar.

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Como Karfa le había manifestado su intención de no abandonarle hasta su partida de África, salieron el nueve de junio hacia Tendacunda, donde llegaron por la tarde. Fueron acogidos en casa de la signare Camilla, la anciana negra que había conocido al comienzo de su viaje, pero el aspecto de Mungo Park distaba tanto de la apariencia de entonces que ella no lo reconoció: «Cuando le dije mi nombre y mi país, me miró con gran asombro y pareció no querer dar crédito al testimonio de sus ojos». Camila le aseguró que ninguno de los comerciantes de Gambia esperaba volver a verle, ya que hacía mucho tiempo que les habían informado que los moros de Ludamar le habían asesinado, como habían hecho con el mayor Houghton. Park preguntó por sus dos asistentes, Johnson y Demba, y supo con gran tristeza que ninguno de ellos había vuelto. Karfa, que nunca había escuchado conversar en inglés, les prestó mucha atención, y todo lo que vio en aquella casa, decorada al estilo británico, le pareció admirable: los sofás, las sillas, las telas y, en particular, las camas con dosel. Les asedió a preguntas acerca de la utilidad de cada elemento del mobiliario, que no siempre supieron contestar.

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Robert Ainsley, al enterarse de que Mungo Park estaba en Tendacunda, fue a saludarle al día siguiente. Le informó que el Dr. Laidley se había llevado todas sus propiedades a un lugar llamado Kayi, a poca distancia río abajo, y que luego había ido a Dumasansa con su barco a comprar arroz, pero que regresaría pronto. Le invitó a quedarse con él en Pisania hasta la vuelta del médico y le ofreció su caballo. Acompañado de Karfa, llegó a Pisania la misma mañana del día diez de junio.

La goleta del señor Ainsley, anclada frente a su casa, resultó ser el objeto más sorprendente que Karfa había visto hasta entonces. No le fue fácil comprender el uso de los mástiles, velas y aparejos; ni concebir que fuera posible hacer avanzar un cuerpo tan grande por la fuerza del viento. La manera de unir los tablones que componían el barco y de rellenar las costuras para hacerlas impermeables era algo nuevo para él; de manera que la goleta, su maroma y su ancla, mantuvieron a Karfa en profunda meditación el resto del día.

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Un día después, el barco estadounidense Charlestown entró en el río en busca de esclavos. De allí, se dirigiría a Gorée, antes de poner rumbo a Carolina del Sur. Como los mercaderes europeos de Gambia tenían en ese momento muchos esclavos, acordaron con el capitán comprarle la totalidad de su cargamento, principalmente ron y tabaco, a cambio de sus esclavos. No tardaron en realizar la desestiba y el arrumaje de «cargas». 

Mungo Park no desperdició la oportunidad de regresar a casa, aunque fuera por una ruta tan tortuosa, y reservó un pasaje de inmediato. Después de despedirse del Dr. Laidley, se embarcó en Kayi el diecisiete de junio.

Antes de llegar a Gorée, «el clima tan cálido, húmedo e insalubre» se había cobrado la vida de cuatro marineros, el cirujano y tres esclavos a causa de las fiebres. Park accedió a ocupar el puesto de médico durante el resto del viaje, lo que no impidió que murieran una veintena de esclavos más. Por falta de provisiones, estuvieron en Gorée hasta principios de octubre.

De los ciento treinta esclavos a bordo del navío, comprados en Gambia y Gorée, veinticinco habían sido de condición libre en África. Dos de ellos le habían visto al pasar por Bondou, y muchos habían oído hablar de él en las tierras del interior.

En opinión de Park, la forma de confinar y asegurar a los negros en los barcos de esclavos norteamericanos era más rígida y severa que en los barcos británicos, debido a la escasez de sus tripulaciones y no a un acto de crueldad sin sentido.

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Tres semanas después de poner rumbo a Carolina del Sur, una vía de agua requirió el uso constante de las bombas de achique y liberaron algunos esclavos para emplearlos en esta tarea. Como la vía de agua continuaba, después de algunas objeciones por parte del capitán, se dirigieron hacia la isla Antigua, donde llegaron treinta y cinco días después de zarpar de Gorée. Un último contratiempo complicó su llegada al puerto de St. John: al acercarse al lado noroeste de la isla encallaron. El navío fue declarado no apto para navegar, y los esclavos fueron vendidos.

Mungo Park permaneció en la isla diez días, hasta que tomó un pasaje en el paquebote Chesterfield con destino a casa. Zarpó el 24 de noviembre y, después de un viaje en el que tuvieron que afrontar varias tempestades, llegó a Falmouth el 22 de diciembre, de donde partió de inmediato hacia Londres. Había estado ausente de Gran Bretaña dos años y siete meses.

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Algo empujaba a Mungo Park hacia la calle Great Russell, donde se encontraba la sede del Museo Británico; la antigua mansión del duque de Montagu, de quien descendía el duque de Buccleuch. El origen del museo se remonta a 1753, año en que se abrió el testamento del médico y naturalista sir Hans Sloane, donde expresaba su voluntad de legar su colección privada al Estado por veinte mil libras; pues no quería que se dispersara después de su muerte. La colección consistía en más de setenta mil objetos de todo tipo, incluidos libros, manuscritos, dibujos de Durero, esqueletos, fósiles, plantas, especímenes de los Mares del Sur y antigüedades de varios continentes. Ese mismo año se amplió con las bibliotecas de Robert Bruce Cotton y Robert Harley; y en 1782 con la colección de antigüedades de sir William Hamilton, embajador británico en Nápoles; ya sabéis, el consentidor de los amores de su mujer Emma Hart con Horacio Nelson.

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Emma Hamilton (1765 - 1815), nacida Amy Lyon, comenzó su carrera en el mundo marginal de Londres como criada, modelo, bailarina y actriz, antes de convertirse amante de varios hombres de la nobleza. Sir Charles F. Greville fue uno de ellos, quien se preocupó por educarla y refinar sus modales, antes de presentársela a sus amigos con el nombre de Emma Hart. Hizo que posara para el pintor George Romney, que quedó fascinado por su belleza y pintó muchos de los retratos más famosos de Emma; mantuvo una obsesión por ella que le duró toda la vida; hizo numerosos bocetos en esta época, tanto desnuda como vestida, que le sirvieron para pintar cuadros de Emma cuando ella no se encontraba ya en Inglaterra. Gracias a sus cuadros, Emma comenzó a ser conocida en los círculos sociales, donde destacó como mujer elegante, ingeniosa e inteligente, convirtiéndose en la mayor celebridad de Londres.

En 1791, a la edad de 26 años, se casó con sir William Hamilton, embajador británico en el reino de Nápoles, un cincuentón viudo aficionado a las antigüedades que conocía la belleza de Emma por los cuadros de Romney. Su casa de Nápoles era conocida por su hospitalidad y refinamiento. Emma tuvo éxito en la corte de Nápoles y entabló amistad con la reina, hermana de María Antonieta. Compartió el entusiasmo de lord Hamilton por el arte clásico y desarrolló lo que llamó sus "Actitudes", cuadros vivos en los que retrataba esculturas y pinturas ante sus invitados.

Nelson llegó a Nápoles en 1798, convertido en leyenda, tras su victoria en la batalla del Nilo. Había envejecido, perdido un brazo y la mayoría de sus dientes, y sufría ataques de tos. Emma cuidó a Nelson bajo el techo de su marido y organizó una fiesta con 1.800 invitados para celebrar su 40 cumpleaños. Después, se convirtió en su secretaria, traductora y facilitadora política. Pronto se enamoraron y comenzaron una relación. Hamilton, admirador de Nelson, toleró la relación. De su triste final no voy a hablar.

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En la agitada vida de Lady Emma Hamilton, cuya belleza deslumbrante y carisma la llevaron a codearse con figuras poderosas como el almirante Horatio Nelson y el embajador británico Sir William Hamilton, había un compañero fiel que compartía su vida en silencio: su carlino, Pompey. En medio del lujo y las intrigas de la alta sociedad de su época, era un recordatorio de lo simple y verdadero en un mundo marcado por la inestabilidad. Pompey no era un perro común; pertenecía a una raza con una historia tan fascinante como la de su dueña. Los carlinos, o pugs, habían comenzado su viaje en la antigua China, donde hace más de dos mil años, fueron criados como los favoritos de la realeza imperial, y se les consideraba símbolos de fortuna y estatus. El el siglo XVI, los carlinos fueron llevados a Europa por comerciantes holandeses, convirtiéndose rápidamente en los preferidos de la nobleza. En los Países Bajos, un carlino llamado Pompey, antecesor lejano del compañero de lady Hamilton, salvó la vida del príncipe de Orange, alertandole en la mitad de la noche de una emboscada.

Al llegar a Inglaterra, los carlinos encontraron un hogar en la corte. Fue en este entorno donde Lady Hamilton adoptó a su querido Pompey. En su vida, llena de glamour y tragedia, Lady Hamilton encontraba en Pompey una fuente de consuelo y estabilidad. En las cartas intercambiadas con Horatio Nelson, se vislumbra cómo este pequeño carlino la acompañaba en momentos de soledad, su leal presencia brindando un alivio silencioso en medio del caos.

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